Móstoles, 12 de la mañana. Lili al volante. En el asiento del copiloto Pepe, profesor de autoescuela. Detrás, el examinador, un señor de pelo blanco y mirada bondadosa/cruel/bondadosa/cruel/bondadosa/cruel (aún no lo he decidido; esperaré a ver si apruebo o me suspende).
He ajustado el asiento con precisión milimétrica, he revisado los espejos de forma ostentosa y me he puesto el cinturón de seguridad. Lo único que me tiene un poco desconcertada es la pierna izquierda, que no deja de temblar. ¡Y es la del puñetero embrague! Podía temblar la derecha, que es más sencillo eso de frenar y acelerar.
¡No, no y no! ¡Era una forma de hablar! Ya no puedo confiar ni en mi propio cuerpo: ¡ahora son las dos piernas las que han cobrado vida propia!
Un momento…
¡Madre mía, será una trombosis?
—Cuando quiera puede iniciar la marcha —me indica el examinador desde el asiento de atrás.
No, no puedo. Creo que me está dando un infarto: tengo el corazón a punto de escaparse y casi no puedo respirar. Abro la boca y trago aire, pero no me llega a los pulmones; se queda atrancado en mi garganta. Empiezo a ver puntitos negros y el ruido de mis latidos es ensordecedor.
¿Por qué no hacen nada estos dos? ¡Qué me muero!
¡Y soy muy joven, por Dios! ¡Tengo toda la vida por delante!
¡¡¡Ni siquiera me he casado!!!
—Por favor, cuando considere que está preparada… —insiste el tipo de atrás.
Necesito salir de aquí. Mejor me bajo del coche y me examino otro día, que este estado de preinfarto no me va a ayudar nada…
—¡Lili, arranca ya! —masculla mi profesor.
¡Pero qué inconscientes! ¿No ven que no puedo? Me marcho al hospital a que me salven la vida antes de que sea demasiado tarde…
Oh, oh, ¡¡¡oh!!!
¿Dónde voy? ¿Quién ha puesto el coche en marcha?
Vaya, he sido yo… ¡Ay madre!
* * *
—Cuando pueda, gire a la derecha.
—De acuerdo —respondo obediente. Pongo el intermitente y…
¡Eh! ¿Qué hace ese taxi? ¡No te cruces de esa manera, tío loco, que me voy a estampar!
Vale, sigo recto; el examinador ha dicho “cuando pueda” y está claro que no he podido (taxista puñetero; ya nos encontraremos, que me he quedado con tu matrícula).
Inspiro profundamente y vuelvo a poner el intermitente de la derecha.
Mmmm…, no, esa calle no me convence, que es muy estrecha… Voy a hacer como que no existe y paso a la siguiente. Si acelero un poquito, el examinador igual ni se fija.
De nuevo el intermitente…
¡No, ni de broma!: ésta es cuesta arriba y con un semáforo en plena subida. ¿Por qué están todas las calles en mi contra? ¿Qué le he hecho yo a esta ciudad?
Mi profesor mueve las manos de forma disimulada y señala hacia la derecha…
—Disculpe, ¿ha dicho usted que gire a la derecha o a la izquierda? —pregunto al examinador con voz cargada de inocente ignorancia (leí este truquillo anoche en un foro de coches).
—No se preocupe —contesta el examinador—. Continúe hasta que se lo indique.
¡Yupi!
* * *
—Señorita, le he pedido que salga de la glorieta por la tercera salida —repite el examinador.
Hago un ruidillo de asentimiento y me acuerdo de toda su familia. ¡Si no se calla, pierdo la cuenta!
Que le vamos a hacer: otra vuelta a la glorieta. Espero que el examinador también haya perdido la cuenta… Creo que ya van cinco…
* * *
—Estacione a la derecha —me indica el viejo cruel (a estas alturas no le queda ni un atisbo de bondad).
¡Tendrá mala idea! Justo ese lado de la calzada está lleno de coches y sólo queda un huequecito minúsculo en el que no cabría ni una Vespa.
Me hago la loca y pongo el intermitente de la izquierda: una acera con sólo un coche aparcado y kilómetros de espacio libre. Mi profesor me dirige una mirada insistente y mueve la cabeza hacia la derecha. Lo ignoro y comienzo a hacer maniobras. ¡Vamos, hombre!, yo aparco al otro lado como haría una persona normal, y no en diez centímetros como pretende el viejo (que mira que tiene mala uva).
Cinco minutos después, asumo que no lo he enfocado bien. Me retiro el pelo de la cara y vuelvo a dar marcha atrás.
¿Son imaginaciones mías o el coche ese aumenta de tamaño? Porque si me ponen trampas, así no hay forma.
Meto de nuevo la primera y acerco mi Focus todo lo que puedo al coche–que-crece-para-fastidiarme. Lo acerco tanto, tanto (llevada por mi exceso de perfeccionismo, por supuesto) que noto un sutil golpecillo.
Joooo…. ¿Ves cómo ese coche crece a traición?
* * *
Estoy sudando como un pollo, tengo todo el pelo pegado a la frente y los nervios destrozados, pero creo que la cosa no ha ido mal. Ya vuelvo al centro de exámenes. Sólo me falta subir esta cuesta y hecho.
Por favor, que el semáforo no se ponga en rojo, por favor, que no se ponga en rojo, que no se ponga en rojo…
No, no, no…
¡El semáforo se ha puesto en rojo!
Vale. Freno y espero.
Verde. Levanto con suavidad el pie del embrague y… Se cala.
No pasa nada. Vuelvo a arrancar, de nuevo embrague y…
¡Se cala otra vez!
Tranquila, que lo he hecho muy bien y no voy a estropearlo todo al final. Cierro un segundo los ojos para entrar en contacto con mi conductora interior (consejo de mi madre, que vale mucho) y…
¡Eh! ¿¿¿Qué ha sido eso??? Miro por el espejo retrovisor y veo un autobús muy pegado a mí. Demasiado pegado. Diría que todo lo pegado que podría estar si se me hubiese ido el coche hacia atrás y me hubiese estampado contra él…
* * *
¿Me ha suspendido? ¿En serio el viejo cruel me ha puesto un suspenso?
¡¡¡No me lo creo!!!